Una luz amarilla y pesada cubría con un manto de hastío y desolación todo el salón. El aire cargado de humo apenas dejaba ver y olía a alcohol barato y rancio. Sobre el sofá marrón y raído se distinguía, sutilmente y empeñado en negar su existencia, un cuerpo camuflado entre los muebles viejos y polvorientos. Su mirada fija en ningún lado, fría y ausente, parecía haberle abandonado para vagar involuntariamente por caminos oscuros y desconocidos. Solo el compás implacable del tiempo que asestaba sus golpes impetuosos e imperturbables estremecía la habitación e imponía realidad.
Las primeras luces del día lo sobresaltaron, el sabor amargo le quemaba la boca y sus ojos se negaban a abrirse al tedio de un nuevo día. Como un autómata se dirigió hacia el baño donde el agua fría empezó a correr por su cuerpo inmóvil. Por un momento, solo por un momento, se imaginó en un ritual de purificación donde un torrente cristalino arrasaba toda su oscura existencia y esperó en vano la resurrección que nunca llegó. Sacudió su cabeza, secó su cuerpo, se vistió, empujó una taza de café negro y amargo por su garganta y salió a la calle por el mismo y rutinario camino que sus pasos conocían de memoria.
Pero al doblar la esquina le invadió una extraña y desconocida sensación, una presencia nunca antes manifiesta, no se atrevía a voltear por temor a delatarse ante su observador, pero la certeza de que le seguían cobraba cada vez mas fuerza. Decidió disimular y mantener bajo su control a su acompañante hasta descubrir de qué se trataba todo ello.
Sus pasos se acompasaron e intentaba que sus movimientos fueran naturales y cotidianos, que nada resultara fuera de lo habitual. Cogió el metro como siempre, leyó desinteresadamente el periódico como siempre y mantuvo la desabrida y dura expresión de siempre en su rostro. Salió de la estación y él aun seguía sus pasos, su figura le intrigaba pero no podía negar que a la vez le inquietaba. Su cabeza no paraba de disparar preguntas que no hallaban respuesta, o quizás prefiriera acallarlas.
Cuando llegó al viejo edificio de oficinas y cruzó por sus enormes y funestas puertas giratorias, mezclado entre la pequeña multitud de borregos que diaria y puntualmente compartían ese mismo ritual, dejó repentinamente de sentir su presencia, como si se hubiera evaporado o, peor aún, como si nunca hubiese existido. La duda le invadió el resto de la mañana, ¿y si no fuera mas que su imaginación?, en realidad nunca le vio, solo le sintió. Pero no, tanta certeza no podría ser solo un presentimiento, debía ser real, y de ser así, ¿quien podría seguirle?, ¿por qué? De pronto empalideció, ¿sería acaso posible que él supiera lo que pasó?, era impensable y absurdo, nadie mas que él sabía lo que había ocurrido aquella noche, ¿pero, y si alguien lo hubiera visto? El estrepitoso golpe de los expedientes sobre su escritorio y los gritos de su jefe le obligaron a reaccionar “¡Esto debe estar terminado para el medio día!”. “Si señor, ahora mismo me pongo con ello”.
La impotencia le mordía por dentro, su jefe le tenía manía, no le perdía pisada, desde que llegaba hasta que se iba no paraba de observarle y acosarle buscando el más mínimo detalle para perjudicarlo. Por eso siempre debía estar muy alerta para no caer en sus trampas, y esa mañana había bajado la guardia. Esta nueva preocupación le mantendría ocupado el resto de la jornada.
Por fin a las 6 y media, de vuelta a casa, los motivos de tensión parecían haber desaparecido y la melancolía lo cubría todo en el manto rojo amarillento del atardecer, cuando inescrupulosamente la sombra que lo perseguía cobraba vida otra vez. Su paso se aceleró involuntariamente y su corazón, desobedeciendo a su razón, comenzó a golpear con furia su pecho. Las dudas y los temores lo invadieron nuevamente y no podía ya pensar con claridad, solo deseaba llegar pronto a su refugio, como un animal amenazado que busca desesperadamente el amparo de su guarida.
Ya no tenía dudas, era real, cerró con llaves y cerrojos la puerta, bajó las persianas de la habitación que quedó en una absoluta y silenciosa oscuridad, la pálida y débil luz de la lámpara penetró en ella, casi como una caricia seductora, cálida y sensual, que fue conquistando el ambiente hasta que por fin se respiraba seguridad.
Hundido nuevamente en su sillón, con el vaso lleno y el cigarro a medio consumir, su mente parecía volver a tomar el control de su cuerpo y sus pensamientos. Estaba solo, seguro de que nadie podía observarle ni escucharle, completa y condenadamente solo.
La presencia de Rebeca invadió su memoria, su rostro se imponía brillante, esplendido, cautivante como siempre. Nunca había amado tan intensa y visceralmente. Quizás por ello no soportaba la simple idea que otro hombre la mirara, pensara en ella, o tal vez la deseara, como aquella noche en la gran fiesta de año nuevo.
De nada sirvió que le jurara llorando que le amaba y que era el único en su vida, su corazón solo veía traiciones y mentiras. Recordó sus ojos que gritaban amor e incomprensión, mientras sus manos, sus recias y fuertes manos, le oprimían la garganta hasta quitarle el último aliento. De pronto no hubo mas resistencia, ni brillo en sus ojos, ni calor en su cuerpo, pero seguía tan bella y fascinante como siempre. Con suavidad y dulzura la colocó delicadamente sobre la cama, acomodó su pelo y silenciosamente se tendió a su lado, acurrucado, como un niño temeroso, sintiendo el infinito vacío de la perdida del ser amado.
Lentamente se incorporó, la cogió en sus brazos y la cargó en el coche. Era noche cerrada y la luna había decidido no ser testigo de aquella tragedia, solo el viento y la lluvia fueron sus cómplices, y allí en el lugar más hermoso y apartado del bosque, su amada por fin encontró descanso, junto a las profundas y fuertes raíces de un viejo nogal.
La brasa del cigarrillo quemó sus dedos y el ardor le hizo reaccionar. Se dirigió sombríamente hasta el baño, abrió el grifo y sus mirada enajenada se perdió en el movimiento que hacia el agua al llenar la bañera. Nuevamente un profundo deseo de purificación volvió a invadirle, la pretensión de que el agua derritiera sus pecados y lavara sus culpas era imperiosa.
Necesitaba paz, aquella que solo Rebeca había conseguido darle. Se deslizó en el agua, inclinó hacia atrás su cabeza hasta que quedó completamente sumergida y se incorporó lentamente. Apretó los puños, cerró los ojos, y cuando los abrió siguió el rastro de una desdibujada y recóndita línea roja, que le conducía finalmente hacia los brazos de su amada. Ya no había sombras en su camino, ni dolor, ni dudas, solo la luz tibia y brillante que les esperaba para fundirse en la eternidad.
Texto: Mariela Oviedo
Digno heredero de la novela romántica del siglo XIX.
ResponderEliminarQué desgarro, qué soledad, qué alienación!
La locura se asoma en cada recodo. ¿O tal vez es una terrible lucidez?
Narrativa del fotograma. Saliendo de una secuencia y entrando en otra. Narrativa cinematográfica, que redunda en los planos del escenario y también del individuo.
ResponderEliminarEL RELATO TE ENVUELVE Y COLOCA EN LA MIRADA DE ÉL, LLEGANDO A TENER UN ATISVO DE ACEPTACIÓN DE SU BARBARIE. ASUSTA ESE SEGUNDO DE JUSTIFICACIÓN. NOS ABSUELVE A AMBOS LA LINEA ROJA
ResponderEliminarUna sobrecogedora línea roja que te lleva por pasadizos oscuros de la mente
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