30 mayo, 2010

8 de febrero


Un arcángel me ha guiado hacia el interior de una náusea.
Extraña ventura el rastrear poesía y hallarse en una encerrona
de hombres turbios. Hombres con el mirar tullido. Huérfanos de
lluvia fina.
Hoy he sabido que el incienso es una letrina inmensa donde algunos
sueños tienen cabida.
Quizá era algo que yo ya sabía.
He estado con siete hombres en un local oscuro. Una especie de
tablero unicolor y sin damas. Soy el octavo pasajero en una nave
que parece dirigirse al estreno de los tiempos. Un apunte: he
respirado malquerencia y los pulmones no me han dicho nada.
Los siete hombres son siete náufragos que desean no ser vistos.
La isla hay que imaginársela cubierta de nubes negras. Una isla
sin océano envuelta por millones de esponjas que eructan al
mismo tiempo. Hay un náufrago con una caracola obstruida en
su faringe y Sus palabras poseen un condimento arrojado al azar.
Desde hoy —desde hoy mismo— soy un náufrago más en esa
nave sin historia.
He sentido cosas que no entiendo. Cuando digo
que no entiendo me refiero a que no entiendo de la misma manera
que las nubes a veces dejan sobre mi ventana un depósito de
dudas.
Y eso tampoco lo entiendo.
La trama consiste en apostar.
La muerte es allí una fiesta.
Uno de ellos ha ganado. Ha recibido dinero y nos ha hablado del
azar de un modo desafortunado, como si el azar fuera una rebelión
de bisagras ensayando un mundo de puertas abiertas. Y no. El
pobre diablo no sabe que el azar es un grupo de hojas quietas
escuchando una ponencia del viento.
Quiero volver. Quiero apostar. Y no descarto hacerlo con los zapatos
un poco más
limpios.

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