Entre ambos hermanos aflojaron la tierra del jardín trasero con pico y pala. Le dieron una pendiente ligera al área de dos metros cuadrados. Trazaron la canaleta al rededor del perímetro para que escurrieran los lixiviados. Extendieron el plástico transparente, encima del cual descargarían los doscientos kilos de estiercol de borrego que ya esperaban en la caja de la camioneta estacionada afuera, dejando en toda la casa un conocido aroma de potrero. Habría que conseguir una lona para proteger del sol y la lluvia a las costosas lombrices. Por último comenzaron a excavar el agujero donde enterrarían la cubeta para el acopio. A media labor toparon con roca. Esforzadamente liberaron toda su orilla, y aunque podían menearla, esa roca del tamaño de una sandía se aferraba al sitio. "Es que hay! un duende abajo que la está deteniendo" dijo el mayor y los dos se rieron. Al próximo intento la roca salió como corcho de la botella. Se asomaron para descubrir un pozo muy profundo que terminaba en galería con tres bocas de túnel distintas. Ninguno habló, ni siquiera se miraron. El menor se levantó y fue a traer una copita de mezcal, para dejarle ofrenda al agraviado.
Autora: Yunuén Rodríguez
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