Encontraréis un niño envuelto en pañales
y acostado en un pesebre
(Evangelio de Lucas, cap. 2, 12)
Aquella madrugada de niebla, Asdrúbal salió de casa con la convicción extraña de que no regresaría a la hora habitual, ni compraría el regalo, tal y como tenía previsto. Sin embargo, esa sensación no era lógica, sólo se basaba en un runrún que correteaba por su plexo solar. Empezó a lamentar las semanas transcurridas sin adquirir el obsequio de Gabriela. Siempre había odiado gastarse el dinero por una costumbre impuesta; pero con ella era diferente. Cualquier excusa, o ninguna, era buena para comprarle algo.
Durante los primeros momentos de trabajo, escobón en mano, mientras la niebla se espesaba, intentó olvidar su pálpito y pensó en el cálido cuerpo de Gabriela que había dejado ovillado y enredado en sus sueños dentro de la cama. Fueron suficientes algunos recuerdos para que el frío lo abandonara y diera paso a una nueva temperatura, quizá excesiva.
Para hacer más llevadero su tarea recorriendo, barriendo y arrastrando un carrito en cuyo cubo dejaba la basura que
los apresurados ciudadanos depositaban sobre el empedrado, pues una papelera o un contenedor siempre estaban lejísimos de sus apresurados pasos, solía escuchar música a través del mp3 que unía a su cerebro mediante cascos blancos, que resaltaban más aún sobre la oscuridad de café de su piel. Pero, quizá por culpa del sueño acumulado tras una noche apasionada, los dejó olvidados. Cuando salieron del hangar donde se apilaban los trebejos laborales, el jefe le asignó la zona del polígono, a las afueras de la ciudad. A Asdrúbal no le había gustado nunca limpiar por aquella parte, y menos en el primer turno, el que comenzaba durante la más feroz hora de la madrugada, ese territorio habitado por la soledad y los ladridos amenazantes de perros adiestrados para evitar allanamientos de morada, destrozos y robos. Por eso lamentó más haber olvidado sus ! cascos en casa. El sonido de las melodías caribeñas le habría evitado tener que escuchar a los perros a su paso junto a las verjas y tapiales de las diferentes naves.
Decidió centrarse en las curvas de Gabriela y en el colgante de oro que había visto en una joyería. En cuanto acabara su turno, antes de regresar a casa, pasaría por allí. Deseaba sorprenderla; por eso había decidido no arriesgarse a que ella encontrara la gargantilla antes de Navidad. Pero ahora intuía que se había equivocado. No se le iba de la cabeza la absurda idea de que llegaría demasiado tarde a casa, que cuando se quisiera dar cuenta, cualquier establecimiento habría cerrado sus puertas. No tenía ni pies ni cabeza su intuición, pero la sentía nítida, aunque pasaran los minutos.
Cuando aún faltaba un rato para el claror del alba, una astilla de llanto se le clavó en el cerebro. Quiso forzar a su entendimiento para creer que se trataba del aullido de uno de los perros que tanto le preocupaban. Pero había sido demasiado nítido y claro… y cercano. Por mucho que se quisiera engañar, no había confusión posible. Su primera intención fue seguir adelante, negando al cerebro el mensaje diáfano que le había llegado a través de sus oídos (maldiciendo volvió a lamentar el olvido de los cascos). Miró a su alrededor y no vio a nadie. Empujó con celeridad su carrito para alejarse pero, como respuesta al gesto, se hizo de cristal el llanto. Se detuvo y volvió a espolvorear de mirada su entorno, ya no para huir, sino para descubrir de dónde procedía el sonido de astilla que se clavaba allá dentro.
A su derecha, el portón de una finca vacía, permanecía entornada. A pesar de la oscuridad, descubrió esa anomalía, pues sus ojos encontraron una tenue luz, como una lagartija nerviosa, procedente del edificio con vocación de ruina rodeado por algunos escombros y por restos de la antigua actividad, un aserradero que había cesado un par de años atrás, según recordaba.
Entre sus pies y su razón se entabló una pelea que no duró ni un minuto. Aquéllos deseaban acercarse al lugar apenas iluminado, como si el hilo de oro, frío y titilante, fuese imán irrechazable. Ésta pretendía lo contrario: seguir su tarea como si nada hubiera visto y oído, como si fuera sorda y ciega. La lógica quiso convencer a sus extremidades sobre peligros, riesgos, la conveniencia de ser prudente y no meterse donde no había sido llamado. La astilla mineral perforó un poco más su entendimiento. Asdrúbal no resistió y se acercó cautelosamente a la entrada del viejo aserradero.
Antes de cruzar la entrada, observó con detenimiento el espacio que le separaba hasta llegar a la gavilla luminosa. No descubrió peligro. Por otra parte era lo lógico, pues, de haber habido perros, sería difícil que alguien hubiera podido entrar. Dejó el carro y cruzó hasta la nave. Al llegar, el sonido se hacía más poderoso y descubrió que también la puerta estaba entornada, por ello la luz, como una niña juguetona, escapaba a través de esa rendija. Temió, al empujar la hoja de madera, que el gañido de los goznes alertara a los moradores del lugar, y que estos no fuesen seres pacíficos. Su imaginación esbozó un cuadro en el que una tribu de desarrapados se ubicaba allí. Pero no hubo ruido, o si lo hubo fue tan inaudible, que ni sus oídos lo registraron. El zaguán de la nave era un espacio desolado donde no había nadie, la iluminación procedía del interior, quizá más cálido o más protegido. Salvo el sollozo, cada vez más intenso, no le llegaban s! eñales de vida. Aún se topó con otra puerta que empujó con más decisión o con menos miedo.
Allí descubrió a ambos.
La madre se asustó y comenzó a gritar, lo que provocó el alarido de la criatura. Pero los gestos tranquilizadores del hombre, la calmaron.
Asdrúbal comprobó que ante sí tenía a una jovencita desesperada y sumamente debilitada, quizá en las últimas. Y comprendió el runrún de la madrugada. Supo, mientras llamaba con el móvil a los servicios de emergencia, que, efectivamente, llegaría muy tarde a casa, pues tendría que dar muchas explicaciones. Pero supo también que, ni a él ni a Gabriela, le importaría no poder comprar el colgante de oro. Emplearía el dinero en otro menester. Pero eso se lo contaría a Gabriela más tarde, cuando amaneciera nochebuena.
y acostado en un pesebre
(Evangelio de Lucas, cap. 2, 12)
Aquella madrugada de niebla, Asdrúbal salió de casa con la convicción extraña de que no regresaría a la hora habitual, ni compraría el regalo, tal y como tenía previsto. Sin embargo, esa sensación no era lógica, sólo se basaba en un runrún que correteaba por su plexo solar. Empezó a lamentar las semanas transcurridas sin adquirir el obsequio de Gabriela. Siempre había odiado gastarse el dinero por una costumbre impuesta; pero con ella era diferente. Cualquier excusa, o ninguna, era buena para comprarle algo.
Durante los primeros momentos de trabajo, escobón en mano, mientras la niebla se espesaba, intentó olvidar su pálpito y pensó en el cálido cuerpo de Gabriela que había dejado ovillado y enredado en sus sueños dentro de la cama. Fueron suficientes algunos recuerdos para que el frío lo abandonara y diera paso a una nueva temperatura, quizá excesiva.
Para hacer más llevadero su tarea recorriendo, barriendo y arrastrando un carrito en cuyo cubo dejaba la basura que
los apresurados ciudadanos depositaban sobre el empedrado, pues una papelera o un contenedor siempre estaban lejísimos de sus apresurados pasos, solía escuchar música a través del mp3 que unía a su cerebro mediante cascos blancos, que resaltaban más aún sobre la oscuridad de café de su piel. Pero, quizá por culpa del sueño acumulado tras una noche apasionada, los dejó olvidados. Cuando salieron del hangar donde se apilaban los trebejos laborales, el jefe le asignó la zona del polígono, a las afueras de la ciudad. A Asdrúbal no le había gustado nunca limpiar por aquella parte, y menos en el primer turno, el que comenzaba durante la más feroz hora de la madrugada, ese territorio habitado por la soledad y los ladridos amenazantes de perros adiestrados para evitar allanamientos de morada, destrozos y robos. Por eso lamentó más haber olvidado sus ! cascos en casa. El sonido de las melodías caribeñas le habría evitado tener que escuchar a los perros a su paso junto a las verjas y tapiales de las diferentes naves.
Decidió centrarse en las curvas de Gabriela y en el colgante de oro que había visto en una joyería. En cuanto acabara su turno, antes de regresar a casa, pasaría por allí. Deseaba sorprenderla; por eso había decidido no arriesgarse a que ella encontrara la gargantilla antes de Navidad. Pero ahora intuía que se había equivocado. No se le iba de la cabeza la absurda idea de que llegaría demasiado tarde a casa, que cuando se quisiera dar cuenta, cualquier establecimiento habría cerrado sus puertas. No tenía ni pies ni cabeza su intuición, pero la sentía nítida, aunque pasaran los minutos.
Cuando aún faltaba un rato para el claror del alba, una astilla de llanto se le clavó en el cerebro. Quiso forzar a su entendimiento para creer que se trataba del aullido de uno de los perros que tanto le preocupaban. Pero había sido demasiado nítido y claro… y cercano. Por mucho que se quisiera engañar, no había confusión posible. Su primera intención fue seguir adelante, negando al cerebro el mensaje diáfano que le había llegado a través de sus oídos (maldiciendo volvió a lamentar el olvido de los cascos). Miró a su alrededor y no vio a nadie. Empujó con celeridad su carrito para alejarse pero, como respuesta al gesto, se hizo de cristal el llanto. Se detuvo y volvió a espolvorear de mirada su entorno, ya no para huir, sino para descubrir de dónde procedía el sonido de astilla que se clavaba allá dentro.
A su derecha, el portón de una finca vacía, permanecía entornada. A pesar de la oscuridad, descubrió esa anomalía, pues sus ojos encontraron una tenue luz, como una lagartija nerviosa, procedente del edificio con vocación de ruina rodeado por algunos escombros y por restos de la antigua actividad, un aserradero que había cesado un par de años atrás, según recordaba.
Entre sus pies y su razón se entabló una pelea que no duró ni un minuto. Aquéllos deseaban acercarse al lugar apenas iluminado, como si el hilo de oro, frío y titilante, fuese imán irrechazable. Ésta pretendía lo contrario: seguir su tarea como si nada hubiera visto y oído, como si fuera sorda y ciega. La lógica quiso convencer a sus extremidades sobre peligros, riesgos, la conveniencia de ser prudente y no meterse donde no había sido llamado. La astilla mineral perforó un poco más su entendimiento. Asdrúbal no resistió y se acercó cautelosamente a la entrada del viejo aserradero.
Antes de cruzar la entrada, observó con detenimiento el espacio que le separaba hasta llegar a la gavilla luminosa. No descubrió peligro. Por otra parte era lo lógico, pues, de haber habido perros, sería difícil que alguien hubiera podido entrar. Dejó el carro y cruzó hasta la nave. Al llegar, el sonido se hacía más poderoso y descubrió que también la puerta estaba entornada, por ello la luz, como una niña juguetona, escapaba a través de esa rendija. Temió, al empujar la hoja de madera, que el gañido de los goznes alertara a los moradores del lugar, y que estos no fuesen seres pacíficos. Su imaginación esbozó un cuadro en el que una tribu de desarrapados se ubicaba allí. Pero no hubo ruido, o si lo hubo fue tan inaudible, que ni sus oídos lo registraron. El zaguán de la nave era un espacio desolado donde no había nadie, la iluminación procedía del interior, quizá más cálido o más protegido. Salvo el sollozo, cada vez más intenso, no le llegaban s! eñales de vida. Aún se topó con otra puerta que empujó con más decisión o con menos miedo.
Allí descubrió a ambos.
La madre se asustó y comenzó a gritar, lo que provocó el alarido de la criatura. Pero los gestos tranquilizadores del hombre, la calmaron.
Asdrúbal comprobó que ante sí tenía a una jovencita desesperada y sumamente debilitada, quizá en las últimas. Y comprendió el runrún de la madrugada. Supo, mientras llamaba con el móvil a los servicios de emergencia, que, efectivamente, llegaría muy tarde a casa, pues tendría que dar muchas explicaciones. Pero supo también que, ni a él ni a Gabriela, le importaría no poder comprar el colgante de oro. Emplearía el dinero en otro menester. Pero eso se lo contaría a Gabriela más tarde, cuando amaneciera nochebuena.
Texto: Amando Carabias
"Una astilla de llanto se le clavó en el cerebro". Maravillosa frase que alcanza todo su sentido cuando el lector descubre su origen. Porque una astilla no es un puñal, ni tampoco un pedazo de vidrio, ni un clavo ( cravado no coraçao) ; es un trocito de madera, finito y blando, afilado sí , pero que cuando se clava lo hace por azar y a veces ni siquiera duele. Pero siempre afilado.
ResponderEliminarSi Asdrubal hubiera llevado su MP3, el agudo sonido no hubiera sido captado por sus oídos ni
quizás habría tenido esa sensación tan real de que el regalo de su amada no seria tal y como deseaba.
Navidad solidaria , nacimiento aislado en portal sin buey ni mula pero con la llegada del Mago negro Asdrubal con oro, incienso y mirra.
Excelso e intimista este relato que significa nuestras fiestas tradicionales.
Un abrazo. Á.
Parece que sí te salió cuento de Navidad, Navidad. Pero uno se olvida de eso al leer tu relato. Invitas al lector a participar en el lirismo de la historia. Sin sangre. También se agradece.
ResponderEliminarSaludos mil
Como estamos en una navidad negra sorprende este excelente y lírico Cuento de Navidad de la buena. Desde el recuerdo del cuerpo de la amada y la ausencia de cascos que le permitiera retirarse del mundo mientra le barre, Asdrúbal nos lleva a un portal de Belén actual, sin padre incluso, y con muchas carencias. Muchas frases preciosas, por destacar una: se hizo de cristal el llanto. Muy bueno ese juego astilla-aserradero. Y el runrun que nos acompaña. También el suspense (condicionado por la convocatoria esperaba ríos de sangre). Final feliz, como el antiguo espíritu navideño.
ResponderEliminarEste año tenemos dos cuentos de Navidad de Amando ¡qué suerte! Este es muy muy de Amando ya al principio con el nombre Asdrúbal, nuevo en tu colección de nombres raros.
ResponderEliminarEn París hace poco una mujer dio a luz en la acera de un barrio céntrico; no había ningun mago negro con su escabón verde cerca y toda la gente andaba con el mp3 puesto. El cuento se acabó mal.
Un hermoso cuento que deja en buen lugar a ésta y a la otra Navidad. Efectivamente, la mente del lector, entre los alaridos en las calles solitarias, el misterioso llanto (astilla de llanto) y la tensión que crece, a medida que los pasos de Asdrúbal se adentran en el edificio abandonado, se adelanta para esperar un final escalofriante (al gusto de esta Otra Navidad). Sin embargo, Amando nos engaña creando esa imagen del hombre enamorado, envuelta con su elegante escritura llena de matices poéticos, que contrasta con la tensión de la noche, el llanto, los alaridos, el barrio peligroso y solitario para descubrirnos no solo un belén actual sino auténtico y creíble. Más que un texto es un precioso regalo de Navidad. !Enhorabuena!
ResponderEliminarAy, Amando, qué bonito cuento, es mágico te lo aseguro. Es un texto sencillo como lo son sus personajes, percibes la noche, el frío, la incertidumbre, la luz y la astilla del llanto clavada en el cerebro. Gracias, un abrazo.
ResponderEliminarPrecioso cuento de Navidad, Amando.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias a todos por estas palabras. La propuesta sobre la Navidad alternativa, como ya dije en el anterior micro, me empujó a múltiples cavilaciones que me llevaron a un territorio diferente al de la mayoría de los textos publicados. Llegué a la conclusión de que la Navidad alternativa más sensata era hacerle una liposucción a esta navidad occidental que vivimos, intentar llegar al tuétano de la Navidad.
ResponderEliminarMi propio micro me hizo pensar y como consecuencia -y siguiendo mi tradición que ya lleva unos doce o trece años- también esta Navidad 2011-2012 he logrado escribir mi particular felicitación Navideña.
Sirvan pues las líneas de este relato como deseo de unas felices navidades.
¿Un niño Jesús moderno y un rey mago barrendero?...has ideado una preciosa Navidad.
ResponderEliminarQuerido Amando. Gracias por esa felicitación. Visto que no es un relato de concurso, ¿o sí?, te respondo.
ResponderEliminarEl cuento es tierno y para todos, lo cual es un buen principio. Esa aplicación a la vida real y, ¡tan real! lo acerca más al lector. En cuanto vi el nombre Asdrúbal, supuse, como todos, imagino, que se trataba de un emigrante. ¿Cuántos lugareños, ahora, se matan por un puesto como el suyo? Me ha encantado tu Navidad transcrita a la vida real, que como siempre inundas de tintes poéticos, que de alguna manera atenúan esas tristezas. No destacaré tantas frases propias de ti, carabianas, que diría nuestro amigo Flamenco, porque lo han hecho todos ya. Un cuento-regalo hermosísimo.
Besos llenos de buenos deseos para ti y tu familia.
Muy lírico y muy bueno este cuento, Armando. Tiene frase muy bellas y es muy visual. Además mantiene el suspense, no sé dada la convocatoria esperaba: sangre, por ello me sorprende y a la vez emociona este final.
ResponderEliminarFelicidades por tan bello texto.
Besitos
Relato de Navidad diferente...tipicamente "carabiano" que rebosa solidaridad.
ResponderEliminarLo elevo al facebook amigo.
Abrazos.
Gracias, gracias, Amando!!!!
ResponderEliminarMe reconcilias con el verdadero espíritu de la Navidad.
Magnífico relato. Es de los que no se olvidan porque va directo al corazón, con escala en la cabeza.
¡Como lo he disfrutado!
Gracias!
Un abrazo grande
Querido Amando,
ResponderEliminarAunque das una pista: “Encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre, (Evangelio de Lucas, cap. 2, 12)”, me llevas con tu runrún hasta el final del texto de la mano y me haces olvidarla, buscando un desenlace.
Nos reconcilias con la Navidad. Gracias por tu regalo.