Abrió el regalo, miró a sus padres y puso cara de asombro. Soltó una carcajada perfecta, dejó el paquete en el suelo y salió corriendo por toda la casa gritando de ilusión: ¡lo que quería! ¡lo que quería!
Sus padres, orgullosos, dejaron que siguiera explotando su felicidad por cada rincón de la vivienda.
Él niño, por dentro, lloraba al saber que el sueño se había acabado la noche anterior, cuando por la rendija de su puerta, al oir ruidos, se enteró de todo y supo que no, que los reyes no son los padres como le habían dicho tantas veces en el patio del colegio. Que realmente son tres viejos vestidos de colorines y con olor a camello los que vienen desde muy lejos para llenar de alegría las casas. Ahora le tocaría disimular. ¿Hasta cuándo?
Qué chasco.
Este relato nos retuerce el poco cerebro que tenemos. Efectivamente, nos muestra que los reyes existen y todos los adultos somos los ilusos. Me ha gustado el esfuerzo del autor.
ResponderEliminarGenial Carlos. Ya era hora que alguien descubriera mi verdadero secreto. Sí, señor, que se enteren todos.
ResponderEliminarEl mundo al revés. En cualquier caso, es el fin de una ilusión.
ResponderEliminarEstá muy bien esa mirada inversa
Sería bonito que volviéramos a recuperar esa mirada de niño inocente.
ResponderEliminarMuchas gracias por todas vuestras opiniones y reflexiones.
ResponderEliminarDifícil también ser niño. Me gustó como has dado la vuelta a esta manera de ver la Navidad.
ResponderEliminarBesitos