13 octubre, 2013

El conquistador

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Me comí los mocos, no tuve más remedio.
Y eso que gozo de buena presencia. Soy educado, elegante, guapo, simpático, y dispongo de una billetera de culto digna de elogio. Un donjuán, vamos.
Durante la cena me ratificó que jamás le tocaría las tetas. Una connotación que supuso para mí una ofensa, una deshonra, una especie de órdago que me escoció en lo más profundo de mi alma. El reto estaba asegurado.
Mis vacaciones no podrían quedar en entredicho. Jamás se me había resistido chica alguna. Durante más de quince años almacené el premio de una conquista veraniega en la vitrina de mis cálidos recuerdos. No podía irme de vacío.
Yo era consciente que en cuanto le tendiera mis tentáculos con amabilidad y arte no se resistiría y sucumbiría a mis brazos y encantos personales, como aquellas otras. Tengo un don de labia y unas armas de seducción difíciles de abatir. A veces he tenido que desplegar todos mis poderes para rendir a la mujer, y con esta, seguramente tendría que utilizarlos.
Después de despedirnos y regresar a nuestras habitaciones, salí decidido. El pasillo estaba desierto. Su habitación enfrente de la mía. Una botella de champán me acompañaba. Llamé a la puerta con intención de que me abriera, pero no lo hizo. ¿Estaría ya dormida? Me parecía imposible. Había pasado un cuarto de hora solamente.
No oí respuesta. Insistí. Tal vez no quisiera nada conmigo, y por eso se hacía la longuis. Estaba seguro que se hallaba dentro. Era mi última noche en el hotel y si no la seducía entonces, me sentiría completamente defraudado.
Utilicé la artimaña. Una navaja multiusos me ayudó. Forcé la cerradura sin demasiada dificultad. A un ladrón de guante blanco se le supone habilidad. Es mi profesión.
Me deslicé a través de la patente oscuridad. Ni un mal rayo de luz iluminaba la nocturna estancia. Solo se oían unos suaves jadeos… y un olor desagradable que me causó insólita impresión. No obstante me imaginaba su cuerpo desnudo flotando sobre la sábana; sus pechos tersos como dos flanes de gelatina dulce; sus pezones: dos guindas frescas con sabor a miel; su sexo: nata azucarada… Palpé la cama. Fui hasta la mesita para encender la lámpara…
Entonces noté un golpe seco en mi cabeza antes de perder el conocimiento, y creí oír un balido extraño y pretencioso.
Cuando desperté en el hospital una aparatosa venda me cubría el término del pene. Me dijeron que una cabra loca se lo había comido.


Texto: Eudaldo Díaz-Ropero Panadero

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