06 junio, 2015

La puerta


–“Abra la puerta”.
Y el pánico afloró como aquella última vez, hacía ya años.
La secretaria acercó la llave a la cerradura.
–“Ay, perdonen. Me he equivocado. No era ésta. Vuelvo inmediatamente con el otro llavero”. Y se alejó rápidamente por el pasillo, sus tacones resonando en el piso de madera.
El Empleado se asomó a la puerta de su despacho. Mil pensamientos se agolpaban su cabeza, a punto de estallar. No podía estar sucediendo.
Se acercó a la ventana, y un pensamiento infinito le llevó a aquella primera vez, hacía años, cuando leyó una novela que, por alguna vía que ya no recordaba, había llegado a sus manos: "El caso de la Pensión Padrón". Un cadáver entre colchones. El cadáver. Otro cadáver.
–“¿Señorita, ha encontrado usted la llave?", insistían, alzando la voz hacia el fondo del pasillo. - “¿Necesita ayuda?"
El Empleado, desde luego, no necesitaba ayuda. Nunca la había necesitado. Llevaba 40 años trabajando y nunca había necesitado a nadie.
Tampoco había tenido mucho estorbo. En una Agencia como aquella (periférica, pública, sin grandes requerimientos) el reemplazo era inexistente. El último asesor, recientemente contratado en su departamento, se había incorporado con

un intervalo de 15 años tras el inmediatamente anterior. Las peleas internas habían creado un ambiente enrarecido, desagradable, rancio, opaco. A algunos, como aquel pobre que acababa de entrar tras 15 años de inamovismo, el aire a viejo les resultaba irrespirable. Aquel atisbo de profesionalidad que mostraban todos en los primeros años, simple espejismo quizá de la juventud, había muerto hacía ya demasiado tiempo, para ser sustituido por un terrible sentimiento que los expertos habrían llamado envidia. Y el pobre nuevo, en el que la profesionalidad no era un espejismo sino el fruto de una formación especializada en el mundo literalmente "exterior", sufría la condena de la incomprensión, la venganza del ignorante, el desdén del mediocre. Porque era eso en lo que se habían convertido todos los demás: en unos mediocres.
–“Pero bueno, ¿No encuentra usted la llave, no puede abrir la puerta? ¿Quiere que llamemos a un cerrajero?”, las voces interrumpieron sus pensamientos.
–“La llave", murmuró. -“La puerta".
La secretaria llegó, casi corriendo, con la llave en la mano. El cerebro del Empleado hervía ante la perspectiva de que abrieran la puerta. Quizá ya era hora.
Pero su mente divagaba otra vez. Se había despistado. Tendría que haber actuado a tiempo, pero la posibilidad de una nueva contratación no se le pasó por la cabeza. Ahora, el Director esperaba en la puerta; esa misma puerta que el Empleado había cruzado tantas veces.
Fue ese libro, fue esa historia que era más que una noticia. Durante años muchas cosas en su vida no habían encajado. Su matrimonio, sus mal llamados amigos... todo había ido reventándose, y no entendía por qué. Pero ese libro...
Leerlo no le había dejado indiferente, y le había convencido de que a veces una persona tiene que tomar decisiones, tiene que alterar el curso. El Empleado odiaba a Kafka, cuyas palabras resonaban siempre en su mente en los momentos de ira: "Todos los errores humanos son fruto de la impaciencia, interrupción prematura de un proceso ordenado, obstáculo artificial levantado alrededor de una realidad artificial". El proceso del Empleado era ordenado, sus ideas eran firmes, su posición estaba clara; pero la paciencia no había aportado nada. El había tenido paciencia, pero el sistema seguía acogiendo a esos elementos indignos, a esos indeseables para la sociedad, quienes se beneficiaban a su costa.
Todo empezó una noche, años atrás. El mendigo estaba tirado, ebrio, quizá drogado, desde luego inconsciente. Los alrededores del edificio eran un caldo de cultivo para gente así. El Empleado tropezó con él, hecho un ovillo al lado de su coche, y aún hoy no recuerda qué le llevó a hacerlo. Miró a ambos lados, agarró al hombre, y lo metió en el coche. Luego condujo hasta la puerta del edificio, vacío a esas horas, y con fuerzas cuya existencia desconocía, arrastró el cuerpo hasta el despacho adyacente al suyo, donde ya entonces nadie entraba hacía dos años, desde el último ERE,…
–“Parece que ya ha encontrado la llave, ¿cierto? Bravo, entremos”.
Aquella frase sacó al Empleado del ensimismamiento. Discretamente se acercó a la puerta recién abierta.
Los demás habían entrado. La luz no funcionaba, la bombilla estaba fundida (¿o no?). El suelo estaba sucio, la mesa llena de polvo, papeles por el suelo y la alfombra. La mayor parte del espacio lo ocupaba una vieja caja de algún aparato grande, quizá una fotocopiadora o una trituradora; y basura, mucha basura.
El Director parecía satisfecho. “Es fantástico que este espacio recupere su utilidad como despacho. Las obras comenzarán inmediatamente para que pueda ponerse a trabajar,…" (y dijo el nombre del nuevo, qué más da cuál sea, ese jovencillo presuntuoso).
No importaba ya. No notaron nada. Sólo se fijaron en la suciedad, en el desuso, se vanagloriarían en breve de recuperar la acción y rejuvenecer la plantilla. Pero no vieron nada más. No lo verían, al menos hasta que la obra comenzara y sacaran todos los "trastos"...

Texto: Teresa Giráldez

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