18 junio, 2018

Noctambulismo

Son las tres y cuatro minutos de la madrugada de un domingo. La ciudad ha echado el cierre hace horas. Duerme. La habitación está en silencio. La casa es un agujero negro por el que desaparecen los acontecimientos del día. Las conversaciones caen en el olvido. El cerebro selecciona editoriales que la memoria escribirá algún día. Mi mujer duerme en el dormitorio, al otro lado del pasillo. Voy a escribir. Hay papel sobre la mesa. Tinta. La grabadora. El corazón del reloj marca cada segundo de esclavitud con latidos automáticos. Estoy despierto. El gusano del tiempo sigue su curso inexorable. Parece invierno, pero las prostitutas siguen peinando la calle entre barrenderos y asesinos. El techo de la habitación es una lengua de baba, espesa y negra, profanada por los faros de los coches. Pare-ce invierno, y oigo el tañido de la lluvia repicando en el asfalto, el rodar de los neumáticos evacuando tirabuzones de agua sobe un océano de baches. Las farolas se adormecen desnudas. Sin alma. Sin amor. El silencio se amortaja en el cementerio. Edifica eternidades que duran un suspiro. La muerte es un asco, pero, los muertos no tienen preocupaciones. No pagan facturas ni utilizan la escobilla del váter. El amanecer se vislumbra en la distancia de las horas. Por las mañanas rescato versos de entre los posos del café y contemplo con desgana el despertar de esta ciudad moribunda. El sentido sólo es una percepción. Pero es lo que tengo. Todavía es de noche. María duerme arropada de pesadillas y sueños. El papel sigue ahí. La tinta. La grabadora. La noche pasa. La vida pasa. Parece invierno. Las sombras sueñan. Mis ojos mueren. Y no pasa nada.

Texto: Rafael López Vilas

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