A Thomas le encantaba pasarse horas y horas viendo el ir y venir de las hormigas, participaba de su ordenado mundo, aunque a veces la tentación era más fuerte, y desordenaba ese equilibrio. Ponía obstáculos constante en una fila perfectamente alineada, un trozo de hoja por aquí, un pequeño palo por allá, hasta un trozo de bocadillo para comprobar lo golosas que podían llegar a ser.
Disfrutaba sintiéndose el dueño de ese minúsculo mundo. Él podía escribir las reglas, podía cambiar su alimentación, podía decidir quitarles su hábitat en el momento que le apeteciera, podía separarlas, secuestrar a la reina y cambiarla de hormiguero. En definitiva, le embriagaba jugar a ser Dios con los diminutos bichos negros.
Los alrededores de la casa se iban conectando, formando una red de largos pasadizos subterráneos, donde las hormigas podían liberarse de la constante manipulación de aquel gigante que no paraba de incordiar la perfecta y acomodada vida que deberían tener.
Se comenzaron a multiplicar y multiplicar, de tal manera, que el subsuelo que rodeaba la estancia se convirtió en una especie de arena movediza viviente.
Thomas se levantó aquel día dispuesto a fabricar la bomba de aniquilación más perfecta de la historia. El primer hormiguero de la derecha, según salía del porche, era el elegido, el que recibiría la mayor desolación en la historia de la especie más inferior que existía en el planeta.
Cuando puso su treinta y cinco de pie sobre el terreno, este se tambaleó, hundiéndose, las picadas eran constantes, su mano no era lo suficientemente ágil para quitar los millones de puntos negros que ascendían por sus rodillas. Al mismo tiempo que ellas subían, él iba introduciéndose en la tierra, engulléndolo y convirtiéndolo en una miniatura frente a la grandeza de millones de seres que le aplastaban y comían.
¡Noooo!, no puedo morir así…
Me ha encantado Imma; ¡ay ese treinta y cinco de pie haciendo de las suyas! Es lo que tiene la fascinanción por el mundo de las hormigas. Merecido castigo, seguro que aprenderá la lección.
ResponderEliminarBesos gigantes.
Reconozco que alguna vez he sido una especie de Thomas; el texto me ha hecho reflexionar: he de cambiar mi relación con esos simpáticos seres de color.
ResponderEliminarBuen texto, Inma, y buena lección.
Abrazos
Gracias, confesaros que una de las películas que más me impactaron cuando era adolescente fue cuando ruge la marabunta, realmente me pareció escalofriante.
ResponderEliminarDavid y Goliath. Cuando se juega a ser Dios sin serlo, los peligros pueden aparecer cuando menos te lo esperas.
ResponderEliminarEs un texto estupendo, en forma y fondo. Me encanta.
Yo también opino que Cuando ruge la marabunta es una película impresionante.
Enhorabuena
Mientras leía el texto, pensaba en las hormigas, sólo en las humildes hormigas peninsulares. Y las veía perfectamente retratadas en tus letras. Esas jornaleras incombustibles, inagotables en apariencia, disciplinadas más que alemanes o japoneses en una cadena de montaje, pero a la vez tan entrañables...
ResponderEliminarY al final cuando ese treintaycinco ha dejado de ser Dios para convertirse en víctima, coomo tú he recordado "El rugido de la marabunta". Por Dios, qué película. Qué angustia, qué calor, qué agobio, qué picores...
El día que las hormigas se den cuenta que son más que chinos, veréis, veréis.
La unión hace la fuerza...No hay enemigo pequeño. Marcos, esos simpáticos seres de color a veces son un auténtico petardo.
ResponderEliminarInma, el texto extraordinario.
Abrazos.
Uf, debe ser el inicio del verano, el despertar de los insectos que nos tiene a todos mediomosqueados. Jugar a ser Dios es peligroso, está claro.
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